Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
En el campo como en los pueblos y/o ciudades se dan pequeños bolsones de habitantes que conforman una suerte de unidades territoriales donde todos, de alguna manera, interactuamos, dialogamos o simplemente nos saludamos sin conocernos profundamente o ser amigos.
El diario trato del “buen día” o “¿cómo le va?” o “¿lleva paraguas? mire que puede llover”, hace que los habitantes del barrio nos reconozcamos como tales. Así también pasa con aquellas personas que no viven en el barrio, pero poseen allí un negocio. Eso también los hace pertenecientes a ese ámbito, a esa calle donde desarrollan sus tareas.
Y en ese ir y venir de saludos las personas entablan un vínculo que deja de ser temporal para transformarse en algo permanente y prácticamente familiar.
Como provengo de un pueblo, nadie me obligó o me obliga a saludar a quien pasa a mi lado. Me parece un gesto de cortesía entre miembros de una comunidad. Mi siempre recordada bisabuela Paula e incluso mi mamá Elena, nos inculcó a mis hermanos y a mí que “un saludo no se niega a ninguna persona…”.
¿A qué voy con esta introducción? A recordar a muchos y, en especial, alguien que no conocí profundamente, aunque él sí me saludaba, al igual que a mi esposa, y seguramente a mucha gente del barrio, por nuestro nombre de pila, y que el 19 de noviembre pasado nos dejó. Se llamaba Juan Carlos Santanatoglia y tenía un taller de arreglo de frenos de automóviles en la calle Lamadrid casi esquina con la Avenida Cerri. Este ser bonachón, siempre con alguna ocurrencia o noticias de la cuadra, tenía pensado cerrar el taller y venta de repuestos, y por eso desde hacía un tiempo a esta parte estaba vendiendo muchas herramientas y mercaderías. Me enteré de su nombre y apellido por otro conocido con el que siempre nos cruzamos e intercambiamos saludos y charlamos, y del que tampoco conozco su nombre.
Juan Carlos, como el talabartero que estaba al lado de su negocio, o los hermanos Molinari con su hotel, o el quiosquero Héctor -que creo era de la zona de Felipe Sola-, formaban parte de ese paisaje del barrio que aún conservo en el corazón y merecen ser recordados.
Me acongoja que hayan emprendido el inexorable camino del destino; a la vez que me consuela haberlos conocido y saludado todos los días desde hace más de 30 años que llevo viviendo en el barrio que está frente a la estación de Ferrocarril Sud.
La inmediatez, estar súper informados de las antípodas, o transparentando nuestras vidas a través de las redes sociales, o estar permanentemente mirando el celular y chateando no es comunicarse. Comunicarnos es volver a la sencillez de un saludo, de aquellas palabras mágicas que con un simple “Hola, ¿cómo le va?” o un “Buen día, vecino”, nos abre la puerta del diálogo. Por eso me regocija ver en algún camino rural, el encuentro entre dos camionetas cuyos ocupantes frenaron para saber cómo está el camino más adelante, si ya empezaron a sembrar o cosechar, o preguntar por la salud de algún familiar cercano o vecino.
El poder de la palabra y mirar a los ojos de nuestro interlocutor, forman parte de algo mucho más profundo: humanizarnos. Allí reside la esperanza de no estar solos, de sentir que el otro -mi prójimo- me completa.
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