Los límites del disenso

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Vuelvo, una vez más, a seguir hablando del disenso, para poner blanco sobre negro en esta Argentina donde el disenso se entiende mal, llevando las cuestiones al extremo de un pseudo golpismo o no se lo reconoce desde las más altas esferas cuando alguien piensa distinto o critica las medidas tomadas.

 

La sociología subraya la distinción entre la sociedad cerrada, fundada en el mito, y la sociedad abierta, fundada en la razón. La primera es la sociedad-tribu, con ciertos supuestos políticos: confinamiento del individuo dentro de la tribu para evitar influencias extrañas; tendencia a la autarquía o autoabastecimiento absoluto para no depender del comercio con otras sociedades; belicismo integral y afán de conquista.

 

La sociedad abierta, por su parte, resulta de aceptar el dualismo que distingue entre leyes naturales y leyes que son fruto del arbitrio humano. Coexiste con una economía en expansión a raíz del comercio múltiple con otros pueblos. Los ideales de la sociedad abierta conducen, en el plano político, a la posición democrática que implica el gobierno de la mayoría, la limitación constitucional del poder, la posibilidad de que las minorías promuevan cambios de gobierno sin recurrir a la violencia.

 

Por su propia naturaleza, en la sociedad cerrada hay un jefe, un conductor, que interpreta “la sana conciencia del pueblo” y piensa y decide por todos. Acá, el disidente no es otra cosa que un loco o un traidor. En cambio, la sociedad abierta supone de sí misma que es imperfecta pero perfectible, lo que conlleva la idea del respeto por el disidente, por el disenso. En ella, la libertad y la seguridad están consagradas al disidente, al que piensa distinto.

 

¿A que voy con esta introducción? Que en nuestro país hemos tenido y seguimos teniendo un mix de una y otra. Los diferentes gobiernos se llenan la boca hablando de libertad y de seguridad para quien es disidente o piensa diferente, pero no siempre lo hacen realidad.

 

El más difícil problema del gobierno en un país plural es el de practicar el equilibrio entre el interés de parte y el interés general. Todos tironeamos por nuestro interés de parte, hasta los extremos que muchas veces alcanzan la audacia y el cinismo. Un ejemplo de ello son los paros sindicales cuando ven peligrar su propia caja y no los bolsillos de sus representados.

 

En un país plural, como el nuestro, donde hemos tenido que soportar gobiernos fundados en el mito, o acompañar otros fundados en la razón y el entendimiento, pero jaqueados por hordas cerradas, tribales, se hace necesario encontrar un punto intermedio para conciliar las posiciones respetando las reglas de juego inscriptas en la Constitución Nacional.

 

Hay que superar el nihilismo que cultiva el mito del poder creador de la violencia que, en última instancia, no es más que una forma de animismo infantil. En fin, el país es de todos y debe ser encauzado por todos. El disenso deberá encontrar sus propios límites para que crezca, florezca y fructifique en una sociedad abierta.

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